Aitor miró por la ventana justo a tiempo de ver los primeros rayos del amanecer. La conjunción de su amor por la aviación civil y militar, sus más de dos meses en paro y el asombroso crecimiento de tráfico aéreo de los últimos días, hicieron que disfrutara de unos días de ocio y excitación como hacía mucho que no recordaba. Además, el estar ocupado apuntando modelos, matrícula y bandera de los muchísimos aviones que sobrevolavan su ciudad a baja altura, le hacía olvidar las preocupantes noticias que llegaban desde todas las partes del globo sobre una especia de "rabia" que hacía enloquecer a la gente.
Su casa, a escasos 100 metros del río Bidasoa, que desde hacía siglos era usado como frontera natural entre Francia y España, le daba unas vistas inmejorables de toda la comarca, ya que estaba situada en un alto desde el que veía el aeropuerto, los dos puentes fronterizos y, por supuesto, todo el espacio aéreo por el que centenares de aviones volaban a diario como abejas entrando y saliendo de un panal.
Prismáticos, cuaderno y un bolígrafo, un termo de café, una app que permitía seguir los vuelos civiles y una web de dudosa legalidad que hacía lo propio con vuelos militares. Tenía todo preparado para pasarse el día entero dedicado a su vicio particular. Tomó un sorbo de café y su mirada se posó sobre un código extraño del la web de control aéreo. El código, ilegible, le era familiar tanto en cuanto era el habitual en vuelos secretos. Algún gerifalte, pensó distraído. Aitor se quedó un rato mirando el mapa del radar de la web. No sabía decir qué, pero había algo extraño. Tras un par de minutos cayó en la cuenta de que apenas había aeronaves en la zona y de que las pocas que había estaban alejándose como ratas de un incendio. ¿Tendría que ver con la aproximación de la aeronave secreta? Al poco, no cabía duda, el avión de código extraño estaba haciendo una maniobra de aproximación al aeropuerto de San Sebastián. Aitor, ducho en estos menesteres, calculó que en unos 15 minutos tomaría tierra. ¿Le daría tiempo a acercarse al aeropuerto? En coche ni loco, los atascos que se producían desde hacía días en las fronteras hacía imposible moverse. Pero tenía el scooter muerto de risa en el garage y con él sí que llegaría, justito de tiempo, pero llegaría. La pereza inherente a quien lleva días sin salir de casa y abusando de la comida a domicilio hizo presencia, pero en pocos segundos se deshizo de ella y estaba preparándose para salir en busca de aventura.
Irún era una locura ya a esas horas tempranas. Eran a penas las siete y media de la mañana y las fronteras ya presentaban el aspecto caótico: un enjambre de policías, militares, afanados en controlar y dirigir a ciudadanos de ambos países que pugnaban por cruzar la frontera a una y otra orilla. Esta situación era especialmente dramática para aquellas personas que tenían su residencia en un lado de la frontera y su trabajo al otro. Llevaban días sin poder ir trabajar o teniendo problemas para volver a su hogar. El hermano de Aitor estaba en esta situación y hacía días no se veían. Se comunicaban por WhatsApp, ya que las lineas normalmente estaban saturadas. Con el pequeño ciclomotor de 49 centímetros cúbicos, pasó de largo las aglomeraciones de coches y, saltándose un par de semáforos, llegó en menos de quince minutos a su destino: una casa abandonada que estaba en una zona desde la que se venía toda la pista, de apenas un kilómetro de largo. Casi tiró la moto en el jardín de la entrada y subió al segundo piso del otrora precioso chalet para coger sitio y poder grabar el aterrizaje con su cámara réflex. Tenía apenas un par de minutos para montarlo todo, pues podía ver ya a los bomberos del aeropuerto tomando sitio a un lado de la pista, con las luces puestas y a con la sirena a todo volumen.
Terminó de montar su equipo justo a tiempo de escuchar el bronco sonido de los motores del avión misterioso. Puso a grabar la cámara y enfocó los prismáticos hacia el origen del ruido. Al momento supo que vería un accidente. El avión iba demasiado escorado e impactaría contra la torre de control de no cambiar el rumbo. Aitor reconoció de inmediato el aeroplano: no era un gerifalte, era EL gerifalte. Se trataba de un A310 de la Fuerza Aérea española, usado habitualmente para el desplazamiento del presidente del gobierno. El aparato no cambiaba su rumbo y estaba cada vez más cerca del desastre. El joven, desde su posición, fue testigo de excepción del accidente de aviación en el que el Presidente del gobierno de España y varios políticos de peso murieron, y que cambiaria, a la postre, el futuro de la ciudad de Hondarribia e de Irún.
A los pocos minutos, Aitor se encontraba entre los restos del avión. Tras ver cómo el aparato se precipitaba sobre los camiones de bomberos, había saltado como un resorte, un resorte del que no tenia noticia, y no había dudado en jugarse el tipo para ayudar y buscar supervivientes. Lo que encontró no lo olvidaría jamás. Nada más llegar a la zona, le recibió un reguero de sangre y vísceras que hasta hacían poco habían formado parte del controlador de la torre de control, aunque horroroso, su mente fue capaz de asimilarlo. Lo que no fue capaz de asimilar, le marcó de por vida y contaría en los siguientes días y semanas, era para ver cómo un tipo trajeado y parcialmente abrasado hasta el hueso, hundía la cara en las tripas de un agonizante bombero. Pasaron muchos segundos hasta que un militar le dio un empujón y le grito que saliera de la zona mientras le apuntaba con su fusil. Pero ni siquiera eso logró sacarle de su estupor. Tuvieron que empezar las ráfagas de disparos para que se pusiera a correr como nunca antes hasta llegar a la casa abandonada, donde había dejado parte de su equipo y donde empezó a escribir a su hermano para que hiciera acopio de todo lo que se le ocurriera para aislarse una temporada del resto del mundo.