Introducción

Este blog nace desde el más profundo fanatismo hacia el género zombie. Con él quiero intentar dar respuesta a una pregunta que me formulo siempre que leo, veo o juego a una historia relacionada con el Apocalipsis Zombi: ¿Qué es de todas las personas que se esconden en sus casas? Es decir, el protagonista huye, muere, lucha o incluso encuentra el amor, pero ¿Y todas las personas que le ven pasar en su coche, huyendo de las hordas de muertos, desde sus casas? Atrapados. Sin saber qué hacer. Preguntándose si ellos también deberían salir e intentar llegar a alguna parte, o deberían quedarse en casa esperando una ayuda que cada vez parece menos probable, mientras los suministros se agotan. Llega un momento en el que hay que decidir.

En este blog, por lo tanto, no encontrarás un héroe. Habrá muchos héroes anónimos. Que consigan su propósito y se salven o que mueran devorados. En este blog el protagonista no es una persona. El protagonista es el Apocalipsis Zombi. El Tiempo de los Muertos ha comenzado.

VIII. Calle de Bravo Murillo 377, Madrid


El inmenso cañón retrocedió veinticinco milímetros para amortiguar el enorme retroceso generado. En su camino, accionó el pin del cerrojo y lo giró para desacoplarlo de sí mismo. El cerrojo, usando parte de la energía producida por el retroceso del cañón, se abrió y siguió su camino en solitario una vez que el cañón terminó su retroceso. Continuó yendo hacia atrás, extrayendo y eyectando el casquillo del cartucho disparado, a la vez que colocaba un nuevo proyectil al volver a su posición original. Todo este proceso duró una milésima de segundo, y antes de que terminara, el proyectil había alcanzado su objetivo y moría antes de tocar el suelo.

Manfred levantó la vista de la mira telescópica sabiendo que había realizado un buen trabajo para el Señor. Bajó la vista y divisó el enorme cartucho del calibre .50 que acababa de escupir su rifle Barret M82A1. Lo recogió y rezó una plegaria por el alma del desgraciado que acababa de cazar. No era que le preocupara el alma del hombre del kiosko, pero rezar por él era algo que había que hacer. Ahora mismo estaba siendo juzgado por el Todopoderoso y aun podía ser salvado. Pero Manfred deseaba con todas sus fuerzas que se pasara la eternidad en el infierno. Como el resto de los habitantes de esa ciudad. Y del mundo.

Se encontraba en la azotea de un alto edificio de viviendas. Se levantó y realizó unos estiramientos para desentumecer sus miembros. Llevaba muchas horas haciendo guardia tumbado en la misma postura y ya no era el joven alto y fuerte de antaño, aunque a sus 55 años estaba en una forma física envidiable. Cogió el rifle y lo fue desmontando pieza a pieza para meterlo en su estuche. Era un proceso que hacía de manera automática tras muchos años de práctica y no le llevó más de 3 minutos. Esa mañana estaba de buen humor, y no sólo por haber dado caza al hombre del kiosko, sino porque había escuchado una deflagración a la altura de Chamartín y si su entrenado oído no le fallaba, provenía del motor de una locomotora. Eso quería decir que había por la zona otra alma impía que había que purificar. Cogió sus prismáticos y los dirigió hacia donde se alzaba la columna de humo. Otra presa que cazar. Pero antes tenía que recuperar fuerzas, de modo que cogió el estuche del rifle y se encaminó a la salida de la azotea en la que se encontraba.

Manfred había asegurado el edificio semanas atrás. Tenía su tienda de armas en la zona comercial de los bajos y había ido piso a piso limpiando los hogares de almas impuras. Una vez limpio, hizo acopio de todas las reservas de alimentos del edificio y se instaló en un lujoso apartamento del último piso, que contaba con un gran ventanal desde el cual divisaba parte de la ciudad. Entró en el piso y dejó el estuche junto a la puerta. Antes de relajarse y recibir su merecido descanso, tenía que bajar a la tienda de armas a abastecerse de munición para el rifle y al no haber corriente eléctrica, el viaje de ida y vuelta a lo largo de quince pisos era agotador.

De origen alemán, Manfred se había criado en el seno de una familia profundamente religiosa en el lado oriental del muro. Con la caída del mismo, su familia había decidido irse de una Alemania convulsa y que no entendían. Se mudaron a una granja en la comarca de la Vera, al norte de Cáceres, sin más contacto humano que alguna ocasional visita a la iglesia de un pueblo cercano, Jarandilla de la Vera, en la que se situaban al fondo del templo y de la que se iban antes que nadie para no cruzar palabra. Manfred nunca tuvo amigos y recibió una educación cristiana severa por parte de su madre. Cuando sus padres murieron de neumonía, Manfred se quedó solo en un país del que no conocía prácticamente nada y del que no hablaba la lengua, ya que con sus padres hablaba en alemán. Sin poder hacer funcionar la granja él solo, la vendió y se instaló en la capital para abrir una armería, su gran pasión aparte de la Biblia. Una vez en la capital, siguió sin relacionarse con nadie y encerrándose más y más en la religión. Cuando estalló el apocalipsis, Manfred lo recibió como una señal y desde entonces daba caza a las almas que se resistían a ser juzgadas.

Tras bajar los quince pisos, entró en la armería, que estaba iluminada únicamente por los rayos de sol que se colaban por entre la verja. Cogió munición para el Barret y echó una mirada al exterior. Decenas de zombis vagaban sin rumbo por la calle. Muchos de ellos estaban terriblemente desfigurados o quemados. Otros presentaban zonas carentes de carne que dejaban entrever los huesos. Fuera cual fuera su estado, Manfred tenía claro que eran el ejército del Señor, y que no debían ser ejecutados, ya que le ayudaban en su labor de limpiar la Tierra de impuros. De pronto, percibió un movimiento que le sacó del hilo de sus pensamientos. Algo se había movido en la calle de manera veloz, por lo que no podía ser un no muerto. Se pegó al escaparate y escudriñó la calle, pero no veía gran cosa. Estuvo a punto de dejarlo ir, pero entonces escuchó un disparo. El cristal del escaparate llevaba sin limpiarse dos meses y estaba muy sucio. Se fijó en que no había zombis cerca de la tienda, por lo que decidió arriesgarse y abrir la puerta, de todas formas, la verja estaba bajada. Abrió la puerta con cuidado, sin hacer ruido y lo vio de nuevo. Una pareja corría por la calle refugiándose de sombra en sombra, de coche en coche. Sin perder un segundo, Manfred salió de la tienda rumbo a las escaleras.

Tras pasar por su piso para coger el estuche con el rifle Barret, llegó a la azotea sin aliento. Echó una ojeada pero fue en vano, necesitaba de la mira de su rifle; lo montó en menos de dos minutos y oteó la calle. Al principio no observó nada. Sólo podía ver zombis yendo de un lugar a otro y, curiosamente, acercándose a su edificio. No tardó en caer en la cuenta de que había olvidado cerrar la puerta de la tienda. Quedaba la verja, pero no podía arriesgarse a que los zombis la echaran abajo. Cuando iba a levantarse vio algo de nuevo. Había un grupo de zombis muy próximos a su edificio en pleno éxtasis, luchando entre ellos y gritando de excitación mientras dos personas huían de la zona. Manfred decidió quedarse. No podía irse en ese momento. No cuando podía dar caza a dos almas impuras. Dios lo protegería impidiendo que la verja cediese. Se quedaría allí haciendo guardia el tiempo que fuese necesario. Con la ayuda del Señor.

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