Introducción

Este blog nace desde el más profundo fanatismo hacia el género zombie. Con él quiero intentar dar respuesta a una pregunta que me formulo siempre que leo, veo o juego a una historia relacionada con el Apocalipsis Zombi: ¿Qué es de todas las personas que se esconden en sus casas? Es decir, el protagonista huye, muere, lucha o incluso encuentra el amor, pero ¿Y todas las personas que le ven pasar en su coche, huyendo de las hordas de muertos, desde sus casas? Atrapados. Sin saber qué hacer. Preguntándose si ellos también deberían salir e intentar llegar a alguna parte, o deberían quedarse en casa esperando una ayuda que cada vez parece menos probable, mientras los suministros se agotan. Llega un momento en el que hay que decidir.

En este blog, por lo tanto, no encontrarás un héroe. Habrá muchos héroes anónimos. Que consigan su propósito y se salven o que mueran devorados. En este blog el protagonista no es una persona. El protagonista es el Apocalipsis Zombi. El Tiempo de los Muertos ha comenzado.

VI. Paseo de la Castellana, 276, Madrid



El sonido de un motor sobresaltó a Vicente y lo aparto de su tarea. Saltó a una de las ventanas que había en el taller mecánico y vio pasar un camión de tamaño medio que arrasaba con todo. Los no-muertos que se interponían en su camino terminaban hechos papilla bajo sus ruedas. Enseguida perdió de vista al camión y a su ocupante, cosa que agradeció, ya que a él le quedaba mucho trabajo por la zona y no era bueno excitar a los zombis. En los primeros días quedó claro que un zombi, pese a su lentitud, es muy peligroso, ya que cualquier ruido que haga atraerá a más zombis. Y de esa manera podías encontrarte rodeado en poco tiempo por cientos de ellos... Como les ocurrió en plena salida de la capital a su familia y a él... Vicente recuperó el hilo de lo que hacía y se afanó en la montaña de piezas mecánicas que tenía delante.

Se encontraba en la estación de servicio Alfambra, a dos minutos de la plaza de Castilla y muy cerca de la estación de Chamartín. Buscaba piezas en la zona de mecánica de la gasolinera y las metía en una mochila. Todo debía hacerse en silencio. Cables eléctricos, aceite motor, motores de arranque... Cualquier pieza era estudiada y catalogada alumbrada sólo con la débil luz de una linterna con dínamo auto-cargable. Un golpe seco sacó a Vicente de su ensimismamiento. Un no-muerto había topado con un cubo de basura y lo había volcado. Al mirar por la ventana, Vicente descubrió con preocupación que el ruido del camión había atraído a decenas de zombis que se apelotonaban enfrente de la gasolinera. Era hora de irse.

En los primeros días del estallido, tras perder a su mujer y su nieto en un atasco en la Castellana, que se convirtió en un baño de sangre cuando llegaron los primeros zombis, Vicente se refugió en el que había sido su lugar de trabajo durante 40 años: la estación de Chamartín. Junto con otros supervivientes de la masacre se atrincheró en el vestíbulo atrancando las entradas con todo lo que tuvieron a mano. Pero no fue suficiente. Los muertos derribaron las puertas en menos de 24 horas. Vicente pudo huir gracias a su conocimiento de los planos de la estación mientras los demás eran desmembrados y devorados. Usando túneles de servicio llegó al taller de reparación de trenes del que fue jefe. Allí, alejado del vestíbulo y rodeado de alambradas, se sintió seguro. Se pasó los siguientes días asegurando la zona y revisando los puntos débiles. Luego el hambre le obligó a salir. Fue entonces cuando descubrió el túnel que más tarde usaría para llegar a la gasolinera.

Salió de la estación de servicio por la puerta trasera no sin antes asegurarse de que el camino estaba despejado. La entrada al túnel, que estaba en desuso desde la posguerra, había quedada oculta por unos jardines y no se veía a simple vista. Vicente había encontrado un extremo en una zona abandonada de la estación de Chamartín, el otro, lo descubrió al abrir una oxidada escotilla. Fue recibido con un alud de tierra que dejó a la vista la entrada, la ciudad y la gasolinera.

Debía moverse deprisa. Los zombis estaban inquietos y el alba no tardaría en llegar. Avanzó a paso ligero por el jardín hasta llegar a la entrada del túnel y se metió en él. El viaje, de unos 15 minutos, no era agradable. Las ratas y la basura abundaban en el viejo túnel y, por si fuera poco, la mochila llena de pesadas piezas mecánicas le estaba destrozando su maltrecha espalda, pero no cejaría en su empeño de arreglar la vieja diésel de los talleres.

En las horas que había pasado atrincherado en Chamartin junto a otros supervivientes, se corrió el rumor de que en el norte se había formado una muralla alrededor de una ciudad que resistía el envite de los muertos y que acogía al maltrecho gobierno de la nación. O de lo que quedaba de ella. La ciudad era Irún. Tras la irrupción de los muertos en el vestíbulo, Vicente se aferró a ese rumor con todas sus fuerzas. Necesitaba algo en lo que creer y para lo que trabajar. Toda su vida había sido así. Una meta, un camino. Y así fue como comenzó a recopilar piezas para arreglar la locomotora diésel de la serie 333 015 6 de los talleres. El único tren que quedaba en toda la estación.

Se trataba de una locomotora automotor de 3300 caballos de potencia que, según sus cálculos, le permitiría llegar a Irún por la linea Madrid-Irún. Siempre que la pudiera arreglar. Y estaba cerca de conseguirlo. Era una serie antigua que se sabía de memoria y que, gracias a Dios, provenía de una época en la que los chips y la electrónica eran elementos de ciencia ficción.

Salió del túnel y se dirigió al taller donde se encontraba la diésel. Ese último tramo lo hacía al aire libre y por la vías, pero tenía una ruta asegurada. Hoy no dormiría. Tenía el presentimiento de que era el día. Hoy arrancaría el motor de la 333. Luego ya pensaría qué hacer si se encontraba trenes abandonados en el trayecto. Posiblemente podría arrastrarlos hasta una vía muerta. Aunque ese tema no le quitaba el sueño, siempre le atacaba en los momento de debilidad, haciéndole flaquear.

Tras 3 horas de duro trabajo, y con el día bien entrado, terminó de puentear el último cable. Todo estaba listo. El momento que tanto había ansiado las últimas semanas había llegado y, como no era amigo del suspense, se lanzó a la cabina sin perder un minuto. Coloco el alternador en modo neutro y activó los calentadores. Un siseo le confirmó que todo funcionaba con normalidad. Activó los dos motores de arranque de la locomotora y pulsó el arranque.

En una situación normal, Vicente se habría dado cuenta de que algo fallaba al activar los motores de arranque, pero el cansancio le estaba pasando factura y no se percató de la luz roja que se había encendido en el cuadro de mandos hasta que su dedo ya estaba en el arranque. Al recibir la energía eléctrica de las baterías, el motor de arranque estalló abriendo un boquete en el lateral del tren. La explosión no fue muy destructiva, ya que sólo afectó al motor de arranque, pero sí muy sonora, por lo que, en el silencio matutino de la ciudad, se escucho a más de 3 kilómetros de distancia. Por suerte para Vicente, el rebote de las ondas hacía imposible localizar el punto de la explosión, pero los zombis de media ciudad se estremecieron ante el estímulo.

Sólo una persona en toda la ciudad seguía inmutable ante la explosión. Vicente bajó de la cabina y comenzó a trabajar para reparar el motor de arranque. Una meta, un camino.

2 comentarios:

  1. Me confieso incapaz de colaborar en la historia como te dije. Tal vez necesite más ira en sangre, o más midiclorianos o lo que sea, pero me he puesto y no me sale nada que no de pena. Sorry.
    Muy interesantes los nuevos capítulos.
    Un fuerte abrazo... y un mordisco en la yugular.

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  2. No te preocupes, lo que pasa es que yo he leído demasiadas novelas de zombis y ya me sale sólo... Gracias por leerme. Un saludo!

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