Introducción

Este blog nace desde el más profundo fanatismo hacia el género zombie. Con él quiero intentar dar respuesta a una pregunta que me formulo siempre que leo, veo o juego a una historia relacionada con el Apocalipsis Zombi: ¿Qué es de todas las personas que se esconden en sus casas? Es decir, el protagonista huye, muere, lucha o incluso encuentra el amor, pero ¿Y todas las personas que le ven pasar en su coche, huyendo de las hordas de muertos, desde sus casas? Atrapados. Sin saber qué hacer. Preguntándose si ellos también deberían salir e intentar llegar a alguna parte, o deberían quedarse en casa esperando una ayuda que cada vez parece menos probable, mientras los suministros se agotan. Llega un momento en el que hay que decidir.

En este blog, por lo tanto, no encontrarás un héroe. Habrá muchos héroes anónimos. Que consigan su propósito y se salven o que mueran devorados. En este blog el protagonista no es una persona. El protagonista es el Apocalipsis Zombi. El Tiempo de los Muertos ha comenzado.

XV. Calle General Yagüe 23, Madrid



Un estruendo, claro y terrible, sobresaltó al padre Damián. Levantó la cabeza, hasta entonces gacha, en sumisión ante la imagen del Cristo Crucificado. Llevaba desde el alba rezando, pidiendo a su Señor que le enviara otra señal. Una tan clara como la que había recibido nada más empezar el día, cuando un rayo de sol entró por entre las vidrieras reflejando los colores de las mismas en la cara del mismo Cristo Crucificado frente al que hasta ahora rezaba. Entonces el padre Damián supo que el día había llegado. Supo que Dios en persona lo había elegido para ser su nuevo adalid. El elegido para proclamar su palabra en el nuevo mundo, con la que los muertos lo escucharían y seguirían.

José Luis Damian, o padre Damian, había pasado toda su vida ligado a la iglesia. Su madre selló su futuro desde su más tierna infancia, iniciándolo como monaguillo para, más tarde, inscribirlo en el Seminario Conciliar de Madrid. Allí, entre estrictas lecciones de sacerdocio y horas y horas de estudios seculares, se convirtió en uno de los sacerdotes más jóvenes de Madrid, al graduarse con tan sólo veintitrés años. Gracias a las amistades hechas en el colegio, logró el puesto de sacerdote en la parroquia Santa María Micaela. Allí había proclamado la fe cristiana durante más de treinta años, hasta que llegó el apocalipsis.

El padre Damián se puso en pie. Un agudo dolor le llegó de las rodillas, que llevaban un par de horas contra el frío suelo. Se santiguó por última vez y dio gracias al cielo por la señal que había recibido. Se puso en marcha sabiendo que Dios estaba de su parte.

El apocalipsis llegó a la parroquia de Santa María Micaela de la misma manera que a otros lugares. El caos, la violencia y la muerte rodearon el templo mientras los zombis se expandían como una marea negra. Pero hubo un pequeño matiz: las personas querían entrar en el altivo edificio, ya que suponía un buen refugio de las hordas de no muertos con sus gruesas paredes y fuertes puertas de madera y metal. A eso, había que añadir que los feligreses creían que si entraban en la iglesia, Dios los protegería de las hordas de no muertos, de manera que, en las primeras horas, cuando las noticias volaban y el sistema caía lenta pero inexorablemente, la parroquia de Santa María Micaela se convirtió en sitio de peregrinaje para miles de personas de la capital. Dentro, el padre Damián aguardaba, encerrado en su habitación, pidiéndo que los creyentes no entraran al mismo Dios al que los feligreses rezaban para poder entrar. Ese fue el momento en que la religión sucumbió al apocalipsis en la capital.

José Luis Damián se detuvo delante de un gran pulsador rojo. Sabía que una vez pulsado, no habría vuelta atrás. Era el momento de abrir de nuevo la iglesia a los feligreses, tal y como Cristo se lo había pedido. Él, en su infinita compasión, haría volver a los feligreses a su estado original en cuanto pisaran los suelos del templo, y el padre Damián, en su infinita locura, sabía que eso ocurriría. Rezó una vez más y pulsó el botón. De inmediato, un ensordecedor sonido, fortalecido por la quietud y el silencio de la ciudad, comenzó a retumbar en todo el barrio. Era el sonido de las campanas, que anunciaba la nueva eucaristía. Era la llamada a los feligreses, y éstos respondieron con gritos encolerizados.

A las pocas horas de que todo hubiera empezado, los alrededores de la parroquia eran un terrible mosaico de muertos y no muertos. La entrada del templo estaba plagada de cuerpos que no tardarían en levantarse para vagar eternamente, en lo que parecía un macabro chiste sobre la vida eterna prometida por la Santa Iglesia. Por su parte, José Luis Damián seguía ajeno a todo en su habitación, rezando, y aunque él nunca lo confesaría, feliz porque Dios lo había escuchado y había mantenido fuera a los feligreses. El Todopoderoso lo prefirió a él.

El párroco abrió las puertas del templo a las hordas de no muertos que aguardaban escaleras abajo, en la calle, y que ya comenzaban a caminar atraídos por las campanadas. Los más adelantados ya subían por las escaleras y uno de ellos, que antaño fue una anciana, y que ahora era poco más que un saco de huesos roídos y piel, estaba a poco más de cinco metros de las enormes puertas. José Luis dio unos pasos hacia dentro de la parroquia sin dejar de mirar al zombi de la anciana, que había levantado los brazos y abierto la boca al ver al párroco. Nada más cruzar el umbral de la puerta, su lento avanzar se detuvo y cayó de rodillas. El padre Damián abrió mucho los ojos ante el milagro que acababa de presenciar y comenzó a rezar en viva voz alabando la gracia de Dios. Pero su rezo se vio quebrado cuando el zombi se incorporó y, de nuevo, comenzó su avance hacia el asombrado cura. El tropiezo lo había producido una de las cerraduras del suelo, y ahora nada se interponía entre lo que antaño fue una anciana feligresa y su párroco. Detrás, cientos de zombis entraban ya por las puertas de su iglesia ansiosos de comer el cuerpo del párroco.

2 comentarios:

  1. He jugado muchas veces en la puerta de esa Iglesia mientras mi madre compraba en la frutería del señor Antonio. Bellos recuerdos... ahora destruidos por la plaga.

    ResponderEliminar