Introducción

Este blog nace desde el más profundo fanatismo hacia el género zombie. Con él quiero intentar dar respuesta a una pregunta que me formulo siempre que leo, veo o juego a una historia relacionada con el Apocalipsis Zombi: ¿Qué es de todas las personas que se esconden en sus casas? Es decir, el protagonista huye, muere, lucha o incluso encuentra el amor, pero ¿Y todas las personas que le ven pasar en su coche, huyendo de las hordas de muertos, desde sus casas? Atrapados. Sin saber qué hacer. Preguntándose si ellos también deberían salir e intentar llegar a alguna parte, o deberían quedarse en casa esperando una ayuda que cada vez parece menos probable, mientras los suministros se agotan. Llega un momento en el que hay que decidir.

En este blog, por lo tanto, no encontrarás un héroe. Habrá muchos héroes anónimos. Que consigan su propósito y se salven o que mueran devorados. En este blog el protagonista no es una persona. El protagonista es el Apocalipsis Zombi. El Tiempo de los Muertos ha comenzado.

XIV. Calle Huesca 5, Madrid



Un cálido y luminoso rayo de sol entró por la ventana anunciando el nuevo día a Iván. Olvidándose momentáneamente de lo que hacía, dejó que el calor del sol lo inhundara, haciéndole retroceder a tiempos mejores, de playa y sol, de juegos y familia. El paso de una solitaria y negra nube desvanceció los rayos de sol y con ellos el ensimismamiento de Iván. La nube le devolvió a la realidad del nuevo mundo. Bajó la vista hacia su mano, en ella sujetaba un cuchillo ensagrentado y romo. La otra se hundía en el mugriento cabello de una cabeza humana. La sostuvo delante de su cara unos segundos y a continuación la dejó en una repisa. A uno y otro lado de la cabeza se alineaban decenas de ellas, todas miraban con rabioso odio a Iván. Mascullaban en silencio y mordían el aire buscando su sangre. Iván las miró con orgullo. Su mirada, oscura y perdida, reflejaba los profundos valles en los que su mente se había adentrado. Era la viva imagen de la locura.

Antes del apocalipsis, Iván trabajaba de forense en el Hospital Clínico Universitario San Carlos. En los primeros días, cuando las noticias sobre zombis dejaron de ser bromas llegadas desde el norte de África, Iván se encontró con el cuerpo de un anciano de ochenta años al que habían abatido de un tiro en la cabeza. El informe decía que estaba aquejado de un grave caso de rabia. La autopsia reveló que lo que tenía el anciano no era rabia, sino algo totalmente diferente y nuevo. Algo tan horrible que Iván comprendió que la magnitud del problema podría alcanzar proporciones bíblicas. Aterrado, hizo que su familia fuera al hospital para tenerlos cerca y protegidos.

Tras poner la cabeza del zombi en el estante, pensó en comer algo. Hacía horas que no comía nada, desde que había cazado al último. Pero el ansia de venganza ganaba siempre la partida e iba relegando cosas como la alimentación a un segundo plano. Cogió un cuchillo de la mesa de herramientas y se dirigió a la jaula.

Le había costado trabajo, en los días siguientes al gran estallido, en un Madrid invadido por zombis, había luchado a sangre y fuego para convertir un taller mecánico de barrio en algo parecido a una sala de autopsias. Allí vivía desde hacía mes y medio, entregado en cuerpo y alma a su particular venganza. En ese mugriento local había construido una jaula que, a través de una puerta, daba a la calle, donde se agolpaban cientos de muertos vivientes.

Iván se colocó junto a la jaula y abrió el candado que atravesaba un sencillo pasador de metal, que descorrió dándole paso al interior de la estructura que él mismo había soldado. El suelo estaba salpicado de oscuras manchas de sangre negruzca y reseca y pedazos desmadejados de carne muerta. Iván, ajeno a todo, siguió avanzando hasta que llegó a la puerta. Allí, de pie, con el cuchillo asido con fuerza, inspiró y la abrió. Un frío aire de noviembre y el rumor inconfundible de los muertos le recibieron como un mortal abrazo.

A las pocas horas de la llegada del anciano abatido, el hospital era un hervidero de personal sanitario, de seguridad, heridos y muertos. Iván, abstraído de todo ello, seguía estudiando el cadáver con interés enfermizo mientras su familia aguardaba en su despacho. Las horas pasaron como minutos para Iván mientras descubría fascinado la terrible verdad sobre el anciano: había muerto dos veces, por muy increíble que pareciese. Obcecado en descubrir lo que ocurría en el cuepo anciano, no se dio cuenta de que el mundo se venía abajo a su alrededor. Los heridos que llegaban al hospital fueron falleciendo con el paso de las horas y comenzaron a volver con un ansia inhumana de carne. Sólo los primeros disparos, efectuados por los agentes de policía y cuerpos de seguridad presentes en el edificio, lograron sacar de su ensimismamiento a Iván. Al salir de la sala de autopsias, se encontró frente a frente con lo que le había abstraído de la realidad las últimas horas; el zombi de una enfermera se alzaba frente a él, con una mueca horrible en la cara y el cuello terriblemente destrozado por varias dentelladas. Al verlo, el zombi alzó el único brazo que tenía hacia Iván. El otro terminaba en un sanguinolento muñón del que goteaba sangre medio coagulada. De pronto, como activado por un resorte, el zombi se lanzó a por Iván con un rugido salvaje. El forense, sin pensarlo dos veces, alzó su mano, en la que sujetaba todavía un escalpelo y lo clavó profundamente en el ojo derecho. En cuanto el escalpelo entró en el cerebro, la enfermera dejó para siempre la no-vida.

Tras abrir la puerta y respirar el frescor de la mañana, Iván dio unos pasos por el callejón al que daba la salida. A unos metros se encontraba la calle Bravo Murillo y los cientos de zombis que la recorrían sin descanso. Divisó un zombi que se encontraba solo y separado por varios metros de cualquier otro; él sería su próximo cliente. Lo atrajo hacia él con sumo cuidado de no llamar la atención de ningún otro zombi y se metió en la jaula; el zombi siguió sus pasos y se asomó al interior de la jaula con una mueca de furia infinita.

El Hospital Clínico Universitario San Carlos era un caos. Los zombis se abrían paso a mordiscos y los diferentes servicios de seguirdad y militares se veían superados por momentos. Los heridos eran ejecutados en los pasillos. En medio de este infierno, Iván llegó a su despacho y descubrió con horror que la puerta estaba abierta. Dentro, los cuerpos de su familia eran devorados por tres zombis. Su hijo, aún vivo, gritaba desgarradoramente. Fue en ese momento cuando algo se rompió dentro de Iván. Nunca volvería a ser el mismo.

Tras escapar del hospital, se refugió en el taller mecánico y desde entonces se dedicaba a cazar, torturar y desmembrar zombis. Buscaba los límites de los cuerpos y utilizaba las herramientas y armas que encontraba por la ciudad. Este ritual le hacía sentirse mejor, y ponía su alma en ello. Guardaba las cabezas de los zombis como si fueran trofeos y cada día necesitaba más. Cada cabeza que colocaba en su particular colección le reconfortaba y destruía a partes iguales.

El zombi le siguió por la jaula, como siempre ocurría. Iván se acercó al otro extremo de la misma, en la que se encontraba la salida. En ella, colgaba solitario el candado. Iván, con el zombi acercándosele por detrás, metió las manos en los bolsillos y descubrió que no tenía la llave. Se había dedicado con tanto ahínco a despedazar zombis que se había vuelto descuidado. La había perdido en algún momento. Con calma, se dio la vuelta y se encaró al zombi cuchillo en mano. El zombi se abalanzó rugiendo e Iván, con un rápido movimiento le rajó el vientre de lado a lado. Los intestinos del no-muerto se desparramaron por el suelo, pero eso no pareció afectarle. Se giró preparado para lanzar de nuevo su mortal ataque. Gritando, Iván descargó el cuchillo con furia en el cuello del muerto viviente hasta casi decapitarlo. El zombi cayó al suelo, donde Iván siguió acuchillándolo mientras gritaba. No se percató de que sus gritos estaban atrayendo a decenas de zombis que ya se asomaban a la entrada de la jaula. Cuando terminó, poco restaba del zombi; estaba totalmente despedazado excepto la cabeza, que abría y cerraba la boca en terrible silencio. Iván se levantó respirando profúndamente. Al girarse, descubrió al grupo de zombis que ya levantaban los brazos hacia él, andando a trompicones por la jaula.

No le sorprendió verlos. Sabía que esto, tarde o temprano pasaría, y le daba igual. Lo tenía asumido y había preparado todo para cuando ese día llegase. Sacó un mando de su bolsillo, inspiró y apretó un botón del mando justo cuando el primero de los zombis llegaba a su posición. Una grandiosa bola de fuego hizo palidecer al propio sol. El edificio entero se vino abajo mientras la ciudad de Madrid se estremecía por la onda expansiva.

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