Introducción

Este blog nace desde el más profundo fanatismo hacia el género zombie. Con él quiero intentar dar respuesta a una pregunta que me formulo siempre que leo, veo o juego a una historia relacionada con el Apocalipsis Zombi: ¿Qué es de todas las personas que se esconden en sus casas? Es decir, el protagonista huye, muere, lucha o incluso encuentra el amor, pero ¿Y todas las personas que le ven pasar en su coche, huyendo de las hordas de muertos, desde sus casas? Atrapados. Sin saber qué hacer. Preguntándose si ellos también deberían salir e intentar llegar a alguna parte, o deberían quedarse en casa esperando una ayuda que cada vez parece menos probable, mientras los suministros se agotan. Llega un momento en el que hay que decidir.

En este blog, por lo tanto, no encontrarás un héroe. Habrá muchos héroes anónimos. Que consigan su propósito y se salven o que mueran devorados. En este blog el protagonista no es una persona. El protagonista es el Apocalipsis Zombi. El Tiempo de los Muertos ha comenzado.

XXVII. Valladolid, Castilla y León




La ronda sur de Valladolid se alzaba frente a Vicente. La circunvalación de Valladolid se había terminado poco antes de la gran epidemia, y ahora tenía un aspecto desastroso. Por aquí y por allá había coches volcados, camiones atravesados y accidentes de tráfico. Una estampa que, por otro lado, no sorprendía lo más mínimo a Vicente. Era algo a lo que se había acostumbrado. Llevaba unos doscientos kilómetros recorridos y había visto de todo.

Había llegado el momento que llevaba temiendo todo el viaje: volver a entrar en un gran núcleo urbano.  Valladolid no era la ciudad más grande de la península, pero aun así, sus más de trescientos mil habitantes eran trescientos mil zombis en potencia. Pero no había alternativa, debía cruzar la ciudad para seguir su camino hacia el norte. Y existía un problema añadido. La vieja locomotora 333 no estaba diseñada para larga distancia, sino para mover vagones dentro de un área pequeña, por lo que el depósito de combustible estaba peligrosamente bajo. Esto planteaba a Vicente el dilema de parar en la estación de Valladolid en caso de que hubiese depósitos de combustible. No podía arriesgarse a seguir adelante y arriesgarse a quedarse sin combustible. Aun así, Vicente esperaba con toda su alma que no hubiera depósitos operativos en Valladolid.

Eran poco más de las once de la mañana, por lo que Vicente calculaba que, si finalmente tenía que parar a echar combustible, podría salir de la ciudad pasado el medio día. Sin perder más tiempo, se puso a los mandos y enfiló la vía férrea para adentrarse en la siniestra urbe.

El viejo mecánico veía como, según avanzaba, la cantidad de edificios iba en aumento. Edificios que mostraban signos de dejadez y de lucha, con grandes zonas negras por el fuego, boquetes de artillería y, en ocasiones, manchas de sangre. Pero a diferencia de lo que se esperaba, los zombis no hacían acto de presencia. Salvo algún muerto aletargado que se veía de vez en cuando, no había la concentración que Vicente esperaba. El optimismo comenzó a abrirse paso en  su interior, y mientras más avanzaba más se tranquilizaba. Al final, pasar por Valladolid parecía que no iba a ser más difícil que por cualquiera de los pueblos que había pasado.

Pero algo no iba bien. Un sonido, un rumor lejano se abría paso y sonaba levemente incluso con el motor de la locomotora encendido. A poco más de setecientos metros de la estación de Valladolid, Vicente detuvo la locomotora, apagó el motor y salió al exterior. En ese momento supo que algo iba terriblemente mal. No era que sonara como unos cuantos muertos, el sonido que se escuchaba tenía que estar producido por cientos de ellos. Con el miedo en el cuerpo, pero sin poder dar marcha atrás, Vicente se puso de nuevo en marcha y siguió avanzando, mientras extremaba las precauciones.

El rumor iba en aumento y sonaba como si Valladolid tuviera un furioso río en sus calles.Y de pronto, la naturaleza del sonido salió a la luz. Tras un edificio de viviendas, y rodeando la zona del hospital Campo Grande y los edificios cercanos, había miles de zombis aullando, levantando sus garras con el ansia inquebrantable que solo un muerto sin cerebro desarrollaba. La estampa era increíble. En una zona de unos doce mil metros cuadrados había más de cincuenta mil zombis que formaban una marea de muerte y podredumbre terrorífica. Vicente bajó la velocidad de la locomotora con miedo de atraer la atención de los muertos y la detuvo cuando llegó a la estación de trenes, que estaba justo enfrente de la zona del hospital. Podía imaginarse la razón de semejante reunión. Desde el comienzo del estallido, los hospitales se habían convertido en refugio para supervivientes y enfermos. Probablemente, en el interior del hospital quedaban unos cuantos supervivientes asustados que cometieron el error de atraer la atención de los muertos. O quizás no quedaba nadie vivo en el interior del edificio. A lo muertos eso les daba igual. Nunca cejarían en su empeño de intentar entrar.

El viejo mecánico cortó el hilo de sus pensamientos, consciente de que, cuanto más tiempo pasara allí, más probabilidades había de atraer la atención de uno de los zombis y de desencadenar un efecto dominó. Tenía que centrarse en localizar un surtidor operativo para llenar el depósito y asegurarse unos cuantos cientos de kilómetros más. Su experto ojo le permitió identificar una estación de bombeo con buena pinta a los pocos segundos, e inició la marcha hacia allí con tanto cuidado como pudo. Por suerte, la estación de bombeó quedaba resguardada de la marea de zombis y podría trabajar algo más tranquilo.

Tras detener la vieja 333, cogió la escopeta con la esperanza de no tener que usarla y salió al exterior. El atronador rumor de los muertos lo inundaba todo, pero Vicente no se arrugó. Se armó de valor y bajó a tierra firme para, inmediatamente después, comenzar a estudiar la bomba de combustible. Como se había imaginado, la bomba no tenía corriente eléctrica, pero salvo eso, estaba perfecta. Su plan era simple: derivar parte de la energía de las baterías de la locomotora a la bomba de gasoil, para crear una simbiosis mecánica en la que ninguna de las máquinas sobreviviría sin la otra. Le llevo quince minutos conectar todo el sistema a la locomotora y, una vez con corriente, el combustible comenzó a fluir hacia el tren. Calculó que la bomba tardaría entre diez y quince minutos en llenar el depósito, de modo que decidió subir a la cabina para esperar dentro, ya que el sol del medio día calentaba sin piedad y ni siquiera el frío invernal propio de esa estación era capaz de aliviar la sensación de calor. Abrió la puerta y, antes de que pudiera cerrarla, tropezó y se golpeó la cabeza contra la pared. Cayó al suelo inconsciente mientras sangre comenzó a brotar tímidamente de una brecha en su frente. Unos metros por detrás de él, el depósito de combustible de la RENFE 333 se llenaba poco a poco.

Vicente corría por un pasillo interminable, perseguido incansablemente por decenas de zombis. A ambos lados, había puertas cerradas a cal y canto, que no cedían ante los tirones y los golpes del mecánico. Los zombis ganaban terreno de manera inexorable,y Vicente estaba cada vez más cansado. Repentinamente extenuado, se dejó caer al suelo mientras el primero de los muertos le cogía del pie.

Despertó de la pesadilla, asustado por la viveza de la misma y fue cuando notó que algo le tiraba del pie. Al mirar hacia abajo descubrió con horror que un muerto se había encaramado torpemente a la cabina y su brazo llegaba a tocarle el pie. La deforme cabeza del zombi asomaba por el marco de la puerta, mirándole con ojos llenos de furia. Vicente miró esos ojos durante unos segundos, incapaz de reaccionar por el miedo, hasta que, como impulsado por un resorte, cogió la recortada, que había quedado caída a su lado, la cargó y disparó un cartucho del calibre 12 directamente en la cara del muerto, bañando con sus fluidos craneales a las decenas de muertos más que aporreaban la locomotora. Vicente se asomó a la puerta y miró con horror la multitud que se aglomeraba alrededor de su tren. Maldijo su mala suerte y analizó la situación. La bomba de gasolina llevaba, por la posición del sol, al menos un par de horas funcionando a pleno ritmo, y había derramado cientos de litros por el suelo una vez que el deposito de la locomotora se hubo llenado, y seguía haciéndolo. El ambiente se había cargado peligrosamente con los vapores del combustible, y los muertos chapoteaban en él sin ser conscientes del peligro. El viejo mecánico no necesito más, había que salir de ahí a toda velocidad antes de que todo saltara por los aires.

Se sentó a los mandos del tren, pulsó el botón de encendido y el motor de arranque se movió vagamente, casi sin energía. Vicente recordó entonces el puente que le hizo a la batería para dar energía a la bomba. El cóctel explosivo iba mejorando por momentos. No podía salir a quitar los cables, de modo que todo dependía de que la batería enviara energía suficiente al motor de arranque. Pulsó de nuevo el botón de arranque y de nuevo, movió con poca fuerza el motor de arranque. Fuera, los muertos golpeaban con saña el tren y se movían de un lado a otro, alterados por la visión de la carne fresca. De entre todos ellos, un muerto que anteriormente había sido un simpático camarero de un restaurante cubano, por un golpe de suerte,  se llevó de un golpe uno de los cables del puente, con lo que el circuito se cerró y la batería dispuso de golpe de toda su energía para arrancar la 333. Ajeno a esto, Vicente pulsó el botón por tercera vez, sabiendo que todo estaba perdido y el tren, ante su sorpresa, cobró vida. Gritando eufórico, aceleró la máquina arrasando a los muertos que se encontraban delante suyo. El cable, que seguía conectado tren, se desconectó cayendo al suelo peligrosamente cerca de su hermano de diferente color. La manguera de combustible, por su parte, se salió enseguida de la boca del depósito, ya que era de la largura justa para llegar a él, y comenzó a bañar con el combustible a todos los muertos. Una sola chispa fue suficiente para que el vapor del combustible prendiera, haciendo saltar todo por los aires. La mayoría de los muertos reventaron con la tremenda deflagración, bañando de miembros cercenados toda la zona hasta una distancia de doscientos metros a la redonda. Los demás, ardían y se agitaban de un lado para otro mientras sus interiores se cocían en su jugo. 

La onda expansiva alcanzó el tren meciéndolo ligeramente. De ser un coche, lo habría desplazado varios metros, pero gracias al tonelaje de la locomotora, Vicente casi ni lo notó. Una lluvia de miembros le anunciaron la sangría que se produjo a su espalda, mientras él seguía atropellando a decenas de muertos que se habían alejado del hospital atraídos por el alboroto que habían armado sus ahora carbonizados compañeros. 


4 comentarios:

  1. Y por fin puedo decir...., mata a Vicente de una vez, so mierda!

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  2. Ni caso. Vicente tiene que sobrevivir...

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  3. Buenas soy Jona y opino que Vicente es demasiado ingenioso como para morir asi que apollo que viva ^_^

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    1. No tengo planes de matarlo... Por ahora. No, en serio, espero que no muera. Me gusta demasiado. XD

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