Introducción

Este blog nace desde el más profundo fanatismo hacia el género zombie. Con él quiero intentar dar respuesta a una pregunta que me formulo siempre que leo, veo o juego a una historia relacionada con el Apocalipsis Zombi: ¿Qué es de todas las personas que se esconden en sus casas? Es decir, el protagonista huye, muere, lucha o incluso encuentra el amor, pero ¿Y todas las personas que le ven pasar en su coche, huyendo de las hordas de muertos, desde sus casas? Atrapados. Sin saber qué hacer. Preguntándose si ellos también deberían salir e intentar llegar a alguna parte, o deberían quedarse en casa esperando una ayuda que cada vez parece menos probable, mientras los suministros se agotan. Llega un momento en el que hay que decidir.

En este blog, por lo tanto, no encontrarás un héroe. Habrá muchos héroes anónimos. Que consigan su propósito y se salven o que mueran devorados. En este blog el protagonista no es una persona. El protagonista es el Apocalipsis Zombi. El Tiempo de los Muertos ha comenzado.

XXVIII. Balsa La Magdalena, Álava




Tras Valladolid llegó Burgos, tras Burgos Briviesca, Pancorbo y tras Miranda de Ebro, Castilla y León quedó atrás mientras la vieja locomotora se adentraba en Euskadi. La planicie ocre de Castilla fue siendo sustituida por el verdor montañoso del norte y las esperanzas de Vicente fueron sustituidas por el humo y las cenizas de las ciudades y pueblos que iban pasando por delante de su parabrisas, y Vitoria no era una excepción. Los rumores que le habían llevado a enbarcarse en este viaje hablaban de Irún y Fuenterrabía, pero tenía la esperanza de que, al llegar a las montañas de Euskadi, la cosa estuviera mejor.

La otrora flamante capital de Euskadi se había convertido en un laberinto de edificios abrasados y ceniza. Los zombis campaban a sus anchas y Vicente fue atropellando a cientos de ellos que se le cruzaban en las vías, que estaban tan invadidas por los muertos como el resto de las calles. El morro de la vieja locomotora acumulaba cada vez más carne muerta, que iba cayendo en trozos informes y pútridos.

A pesar de que era algo a lo que Vicente estaba más que acostumbrado, la visión de tantos muertos y de tantas ciudades destruidas le empezó a pasar factura. No iba a tirar la toalla a estas alturas de su viaje, pero el pesimismo se abría paso poco a poco en su interior. La visión de otra gran capital destruida fue demoledora y, de repente, la cabina de la locomotora 333 se le hizo más pequeña, agobiante y opresiva. Vicente tuvo que parar y salir al exterior. La noche, el silencio y el frío invierno le recibieron. Era una noche sin nubes y una preciosa y enorme luna llena bañaba el paisaje de un blanco mortecino que, en otras circunstancias hubiera sido evocador, pero que, con los muertos levántandose de sus tumbas, creaba una estampa aterradora.

El silencio. Solo roto por el sonido del viento meciendo los árboles y algunas aves nocturnas. El silencio estaba siempre presente para recordar que el mundo era ahora un mundo muerto. Algo que antes, miles de personas se afanaban en buscar en sus escapadas al campo para desconectar del ajetreo diario, era uno de los peores enemigos de los supervivientes. Vicente se sumía en pensamientos mientras oteaba con sus prismáticos el horizonte. Por aquí y por allá divisaba erráticas figuras y sombras. Se tambaleaban como borrachos, esperando divisar una presa. A pesar de la distancia, a muchas de esas figuras se les podían adivinar horribles traumas: a muchas les faltaba parte del tronco, o una extremidad; a otras, la luz de la luna se les colaba por entre los agujeros de su cuerpo. Desde su posición, Vicente podía contar varias decenas de muertos vivientes. No había esperanza. Era imposible que la hubiera. Eran demasiados y la inmensa mayoría de la autoridad civil y militar había sido devorada. Vicente pensó que salir de Madrid por los rumores de que en el Pais Vasco estaba la última fortaleza del gobierno español había sido una temeridad. El gobierno español afincado en un pequeño pueblo costero de Guipuzcoa. Sonaba a chiste. 

Cada nueva sombría figura que Vicente descubría lo sumía un poco más en el pesimismo más absoluto y mientras seguía centrado en sus pensamientos y en los muertos, el viento que agitaba los árboles condujo hasta el mecánico un hedor que le sacó de su ensimismamiento. Se giró hacía donde el viento soplaba y la luz de la luna reflejó una balsa de agua de unos trescientos metros de largo que quedaba parcialmente oculta por los árboles que bordeaban la línea férrea. El fuerte olor a putrefacción que llegaba de allí era indescriptible. Vicente oteó la zona con sus prismáticos mientras se tapaba la nariz con la manga de su jersey. Parecía una balsa normal y corriente, pero olor presagiaba algo terrible. Mientras Vicente, picado por la curiosidad, intentaba descubrir algo que le diese una pista sobre el olor, le llegó algo más desde la zona de la balsa.  Un lejano rumor. Un sonido que, aunque no supo reconocer, le resultaba familiar y le puso en marcha de inmediato. 

El viejo mecánico entró en la cabina y cogió la escopeta. No quiso coger la linterna para no atraer zombis y porque, gracias a la luz de la luna, se veía lo suficiente como para avanzar sin riesgo. Haciendo caso omiso a todas las alarmas que se encendieron en su cerebro, bajó de la locomotora y comenzó a avanzar hacia la balsa. A los pocos segundos llegó a la zona arbolada que ocultaba la masa de agua y Vicente levantó el arma para estar preparado. Siguió avanzando a buen ritmo entre los árboles y los matorrales mientras el sonido que lo había llevado hasta allí era cada vez más audible y claro. Esperaba equivocarse, pero comenzaba a tener una idea de lo que lo producía. 

Al terminar la zona arbolada se encontró de lleno con la balsa, y de inmediato, una de sus dudas se vio aclarada: la balsa estaba totalmente cubierta por cuerpos sin vida. Casi no se veían zonas sin muertos, pero por suerte, estaban muertos del todo, aunque Vicente no pudo determinar si eran zombis o humanos muertos. Mientras miraba la escalofriante escena, en una de las orillas de la balsa, a unos cien metros de donde él se encontraba, vio un coche que estaba con el morro metido en el agua y las luces todavía encendidas. Acababa de caer al lago, y de allí venía el sonido que lo había traído hasta ese infierno sobre la tierra. Se acercó rápidamente, consciente de que cada minuto que pasara en esa zona corría un grave peligro. Al llegar al coche, antes de abrir la puerta trasera, supo qué se iba a encontrar. Un bebé lloraba desconsolado, mientras sus padres, o lo que quedaba de ellos, intentaban atraparlo sin conseguirlo, ya que los cinturones de seguridad los tenían atrapados. Sin pensarlo dos veces, Vicente sacó al bebé de su sillita y lo sacó del coche sin que dejara de llorar. Por suerte para él, los padres de la criatura si limitaban a gruñir y a dar inofensivos zarpazos sin siquiera acercarse a él o al bebé mientras lo sacaba. Con el bebé en brazos, se acercó al maletero del coche y lo abrió. Encontró una mochila con cosas para el bebé y otra con víveres y agua embotellada. Lo preparó todo para llevárselo, cogió las dos mochilas y al bebé y comenzó a andar hacia la locomotora, pero se detuvo. No podía irse. No podía dejar así a esos dos pobres diablos. Volvió al maletero y dejo todo dentro, incluido al bebé, que ya se había calmado un poco. Con la escopeta en alto, abrió la puerta del conductor y, sabiendo que atraería a todos los muertos de la zona hacia su posición, disparó al conductor y a la acompañante en la cabeza, para terminar con su infierno. El interior del coche terminó empapado por los fluidos craneales de los muertos, pero Vicente estaba acostumbrado a ese tipo de visiones. Rápidamente, cogió las mochilas y al bebé del maletero y echó a correr de vuelta a la locomotora. Por todas partes a su alrededor comenzaban a llegar aullidos de los muertos atraídos por las detonaciones. Además el bebé había comenzado a llorar de nuevo, por lo que eran una diana en la noche para los muertos. 

Vicente llegó a la zona arbolada y aminoró la marcha. Con el bebé en un brazo y la escopeta agarrada con la mano que le quedaba libre, avanzó lentamente mientras comenzaba a ver furtivas sombras por entre los árboles. Una de esas sombras se materializó en el zombi de una anciana le salió al paso. Sin tiempo de apuntar, Vicente disparó arrancando de cuajo el hombro y el brazo derecho de la anciana, que salió despedida y cayó al suelo. Aprovechó para pasar a su lado y siguió corriendo mientras hacía malabares para amartillar la escopeta. El cartucho que había destrozado al zombi de la anciana salió despedido de la recámara del arma, quedando tirado en el suelo como único testigo de la aventura de Vicente. 

Para cuando el mecánico llegó a la locomotora, llegaban por todos los flancos más de cincuenta muertos vivientes. Vicente subió a duras penas a la cabina, acomodó lo mejor que pudo al bebé y arrancó, saliendo como alma que lleva el diablo mientras atropellaba a cuantos muertos se cruzaban en el camino de la mole de metal.

Sabía que había cometido una estupidez dando muerte a los zombis de los padres del bebé, pero para Vicente fue una cuestión de humanidad. Y dadas las circunstancias, la humanidad era uno de los bienes más preciados de ese nuevo mundo. 

1 comentario:

  1. Oohh, ves ahora ya no puede morir Vicente!, muy bueno querido, eso si como tardes tanto en escribir el siguiente, TE MATO! ;P

    ResponderEliminar