Introducción

Este blog nace desde el más profundo fanatismo hacia el género zombie. Con él quiero intentar dar respuesta a una pregunta que me formulo siempre que leo, veo o juego a una historia relacionada con el Apocalipsis Zombi: ¿Qué es de todas las personas que se esconden en sus casas? Es decir, el protagonista huye, muere, lucha o incluso encuentra el amor, pero ¿Y todas las personas que le ven pasar en su coche, huyendo de las hordas de muertos, desde sus casas? Atrapados. Sin saber qué hacer. Preguntándose si ellos también deberían salir e intentar llegar a alguna parte, o deberían quedarse en casa esperando una ayuda que cada vez parece menos probable, mientras los suministros se agotan. Llega un momento en el que hay que decidir.

En este blog, por lo tanto, no encontrarás un héroe. Habrá muchos héroes anónimos. Que consigan su propósito y se salven o que mueran devorados. En este blog el protagonista no es una persona. El protagonista es el Apocalipsis Zombi. El Tiempo de los Muertos ha comenzado.

XXIV. Túnel cerca de Tabladillo, Castilla y León




Vicente seguía su camino al norte en la vieja 333 Diésel. Segovia había quedado atrás y el camino se mostraba despejado. Los yermos campos de Castilla se alzaban a uno y otro lado, habitados sólo por rastrojos y rocas. La ausencia de muertos ponía tan nervioso a Vicente como el exceso de los mismos, y llevaba kilómetros sin ver ninguno.

El tren avanzaba a unos lentos treinta kilómetros por hora, con cautela y ahorrando combustible. Vicente no quería encontrarse con un accidente ferroviario, no tener tiempo de frenar y terminar herido y sangrando en un mundo lleno de muertos vivientes. Por ello llevaba ya un día de viaje desde que salió de Madrid y comenzaba a anochecer. Eran cerca de las ocho de la tarde y, su plan inicial de dormir en el tren le ponía nervioso. La locomotora pesaba decenas de toneladas y el acceso a la cabina quedaba a metro y medio del suelo protegido por una gruesa puerta de metal, pero aun así, el despertar rodeado de muertos le preocupaba sobremanera. ¿Y si el tren se negaba a arrancar? Fuera como fuera, tendría que tomar una decisión pronto, aunque la opción de salir del tren y buscar cobijo tampoco era buena.

El tremendo golpe producido por un zombi contra el morro de la locomotora sacó de su ensimismamiento a Vicente. Una vez más, la sangre putrefacta manchaba el metal del enorme tren y hacía que los limpiaparabrisas fueran indispensables. Vicente pulsó el botón de los limpiaparabrisas y no ocurrió nada. La coagulada sangre de los zombis era mucho más densa que el agua de lluvia para la que había sido diseñado en origen y el sistema había colapsado. Tendría que salir fuera para arreglarlo.

Tras mirar durante cinco minutos por las ventanillas de la cabina se decidió por salir. Abrió la puerta y le recibió una agradable y fresca brisa. Vicente se dio cuenta de que no había salido de la cabina ni había abierto las ventanas desde que salió de Madrid y agradeció el frescor de la noche que comenzaba a ganar terreno. Con un papel limpió el parabrisas que, aun a pesar de sus esfuerzos, quedó lleno de mugre, pero serviría para seguir adelante un rato más.

Vicente se encaminó a la puerta que daba acceso a la cabina. Justo antes de entrar alzó la cabeza para recibir una vez más el frescor del ocaso y su vista se posó en algo que quedaba a un par de kilómetros de su posición en linea recta. Era la entrada de un túnel. Entró en la cabina y cogió unos prismáticos. Parecía despejado, pero su oscuro interior le ponía los pelos de punta. Aunque, por otro lado, de estar despejado, sería un gran lugar para pasar la noche. Las decisiones en un mundo de muertos vivientes eran más difíciles de tomar, ya que suponían la diferencia entre la vida y la muerte, y más si se tenían que tomar solo. Pero, como finalmente decidió Vicente, sólo había una alternativa: atravesar el túnel.

Aceleró la locomotora que, entre quejidos, comenzó a avanzar hacia el amenazador túnel. La noche caía con rapidez y Vicente tenía cada vez menos visibilidad, pero decidió no encender las luces del tren hasta que estuviera bien dentro en el túnel para no atraer a ningún muerto. Era consciente de que un zombi sería incapaz de trepar por la locomotora y de que ni siquiera mil podrían hacerla volcar, pero prefería asegurarse de todos modos.

A unos cien metros del túnel, Vicente se fijó en una construcción que se erguía por encima de las lomas circundantes. En la negrura creciente de la noche, no sabía a ciencia cierta de qué se trataba, pero decidió que, seguramente, sería la iglesia de algún pequeño pueblo del interior de Castilla y León.

Vicente no lo sabía, pero el pueblo que aguardaba a escasos trescientos metros de su posición era Tabladillo, un pueblo de menos de sesenta habitantes que, en los últimos días de la civilización, multiplicó por cien su población. Durante años, Tabladillo, al igual que la mayoría de municipios rurales de la provincia de Segovia, había sufrido el éxodo de sus gentes hacia la capital en busca de trabajo y una vida mejor, dejando atrás raíces y familiares. Con la llegada de los muertos vivientes, el proceso se invirtió y los ciudadanos de las capitales, aterrados por residir en áreas tan densamente pobladas, volvieron a los pueblos en busca de tierras más alejadas y tranquilas, llevando la enfermedad consigo.

De esta manera, los pequeños pueblos como Tabladillo, vieron multiplicado su número de habitantes y se vieron engullidos por la locura cuando se dieron los primeros casos de muertos que volvían a la vida. Las autoridades de Tabladillo, ante el derrumbe de los pueblos circundantes, decidieron trasladar a la mayor cantidad de personas a los pasillos de emergencia del cercano túnel de la línea férrea Madrid-Burgos. Los pasillos, de tres metros de ancho y una longitud similar a la del túnel, eran más que suficiente para albergar a las seis mil personas que abarrotaban las calles y los edificios del pueblo con cierto nivel de seguridad. Pero una vez más, la enfermedad de los muertos se coló en el ingenioso plan de las autoridades de Tabladillo y el túnel y sus pasillos de emergencia se convirtieron en una gigantesca tumba de cemento y acero.

Poco a poco, a una velocidad constante de veinte kilómetros por hora, la locomotora diésel de Vicente se adentró en el túnel de Tabladillo y la oscuridad se hizo total. Vicente, receloso de encender las luces todavía, bajó aun más la velocidad del tren y continuó a oscuras. A los pocos metros de bajar la velocidad el tren comenzó a arrastrar algo por las vías. El otrora mecánico detuvo el tren sobresaltado. Fuese lo que fuese no era un muerto, ya que sonaba a algo metálico, pero corría el peligro de hacer descarrilar la máquina si era lo suficientemente grande. Atemorizado ante la expectativa de salir de la locomotora a oscuras, decidió encender las luces. Fue entonces cuando Vicente se encontró a los habitantes del pueblo de Tabladillo.

Miles de muertos vivientes levantaron los brazos a la vez hacia el origen de la luz. Sus bocas abiertas eran una ventana al infierno y de ellas salían gruñidos y sonidos guturales inhumanos. Hombres, mujeres, niños, ancianos... Una masa informe de muerte e infección avanzaba hacia el tren con lenta pero inexorable determinación. Vicente, aterrado por la visión que se abría ante él y que, en apariencia, no tenía fin ya que los muertos llegaban hasta donde el haz de luz terminaba, se quedó petrificado. No podía apartar la vista de los cuerpos lacerados y parcialmente devorados que se le acercaban. Nunca, ni en sus días en la capital, había visto tal concentración de zombis. Mientras su mente divagaba en recuerdos y visiones horrorosas, los primeros muertos llegaron a su posición y comenzaron a arañar el metal, dejando manchas de sangre y uñas desprendidas en su camino. Al llegar el grueso de los muertos, los primeros seres fueron aplastados contra el metal, desparramando sus interiores por todos lados.

Vicente, como activado por un botón, aceleró la locomotora y comenzó a avanzar por el mar de muertos. El tren avanzó sin dificultad entre los muertos aplastándolos bajo sus más de cien toneladas. Los cuerpos se abrían como capullos de flores y salpicaban las paredes de un collage terrorífico de sangre y vísceras. Sin poder soportarlo más, Vicente cerró lo ojos para huir del horror que delante de él se producía. Esto hizo que su mente se concentrar más en los sentidos que aun seguían activos, como el oído. El sonido de la succión y de los fluidos desparramándose a litros era peor que lo que había visto. Aceleró aun más la locomotora y el sonido de los cuerpos se enmudeció ante el sonido del motor y del metal de las ruedas. 

Tras quinientos metros de recorrido, Vicente abrió los ojos para ver que el cielo volvía a ser el único techo que quedaba por encima de él. Salió de la cabina a respirar aire puro y observó que tras de sí había dejado un lago de sangre negruzca salpicado de miembros y con cientos de cuerpos que, aun a pesar de estar cercenados y deformados en indecibles formas, seguían arrastrándose hacía la locomotora, ya que muchos conservaban el cerebro intacto. El viejo trabajador de Renfe decidió que su sueño podía esperar y siguió su camino.

5 comentarios:

  1. Me encanta esta subtrama, así que el día que muera Vicente, iré a por ti. Sé dónde vives!

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    1. No tengo pensado que el pobre Vicente fine... Aun. Tengo planes para él, pero ni por todo el oro del mundo te los diría. Bueno, por 20 leuros, payo, te canto hasta la traviata!

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  2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  3. Me ha gustado mucho todo lo que ha escrito, yo noy de España pero gracias a las tomas de las ubicaciones me eh ubicado muy bien, ¿seguirá publicando más? y de ser la respuesta si ¿cada cuanto?

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    1. Hola, me alegro mucho de que te guste mi blog, ahora estoy trabajando en la versión descargable para iBooks, pero intentaré publicar cada dos semanas por lo menos. Ahora mismo estoy escribiendo también la siguiente entrada, de modo que lo más seguro es que para este jueves o viernes esté lista. ¡Muchas gracias!

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